
One Battle After Another y la política sin tiempo: la hostilidad perpetua hacia los migrantes
One Battle After Another y la política sin tiempo: la hostilidad perpetua hacia los migrantes “Jacques Rozier, fi...
One Battle After Another y la política sin tiempo: la hostilidad perpetua hacia los migrantes
“Jacques Rozier, figura singular de la Nouvelle Vague, dejó un legado influyente en cineastas como Justine Triet y Sophie Letourneur. Su enfoque espontáneo, rechazo a guiones rígidos y amor por la improvisación lo hacen único. El BAFICI (1-13 abril) le dedicará una esperada retrospectiva para redescubrir su obra.”
Por Laura Santos Ilustración: Laura Santos Suscribite a CALIGARIOne Battle After Another, de Paul Thomas Anderson, no es una película que se pueda encasillar en un tiempo histórico específico. Su mayor logro narrativo es precisamente esa ambigüedad temporal que recorre todo el relato. La historia evita cuidadosamente ubicar fechas, presidentes o referencias concretas a coyunturas políticas, y sin embargo se siente inevitablemente contemporánea. El espectador, al verla, reconoce que habla del presente aunque parezca ambientada en un tiempo indefinido. La clave de esta estrategia es clara: la hostilidad del Estado hacia los migrantes no es circunstancial ni producto de un gobierno en particular, sino un elemento estructural que atraviesa décadas de políticas en Estados Unidos. La primera secuencia del film es contundente. El grupo revolucionario French 75 irrumpe en un centro de detención migrante en la frontera entre México y California. Las imágenes de rejas, jaulas y cuerpos confinados evocan de inmediato la memoria reciente de niños encerrados y familias separadas en la frontera sur. Anderson no nombra presidentes ni partidos, pero el espectador completa los espacios vacíos: esas escenas son el eco de políticas que han sido aplicadas por distintas administraciones, con intensidades variables, pero con un mismo horizonte represivo. El efecto de esta indefinición es doble: por un lado, la historia adquiere un carácter universal y atemporal; por otro, obliga a reconocer que lo que vemos no pertenece a un pasado cerrado, sino que sigue ocurriendo en el presente.
El antagonista de la película, el coronel Steven Lockjaw, encarna con brutal claridad la lógica del poder estatal frente a la migración. Su violencia es grotesca, su racismo explícito, su deseo de dominación absoluto. Pero lo inquietante no es la caricatura, sino lo que representa: un Estado que convierte al migrante en enemigo perpetuo para justificar su aparato de represión. La obsesión sexual y racial de Lockjaw hacia Perfidia, líder revolucionaria, condensa la dimensión de humillación y degradación que atraviesa la política migratoria real. No se trata solo de controlar fronteras, sino de reafirmar jerarquías raciales y de clase, de someter y reducir al migrante a un objeto sin derechos. Esta mirada coincide con lo que teóricos como Michel Foucault describieron como biopolítica: la administración de la vida por parte del Estado, decidiendo quién merece protección y quién puede ser desechado. En el caso migrante, esa gestión se traduce en detención, deportación y separación familiar. Achille Mbembe fue más lejos al hablar de necropolítica: el poder de decidir quién vive y quién muere, y bajo qué condiciones de vida se permite la existencia. Los centros de detención, con su precariedad y violencia sistemática, son precisamente espacios de necropolítica. Anderson, a través de la sátira, los muestra como lugares donde el Estado suspende derechos y normaliza la crueldad.
Si bien la película evita situarse explícitamente en la actualidad, el espectador no puede dejar de pensar en Donald Trump. Durante su primera presidencia se hicieron visibles prácticas de una violencia brutal: separación de familias como medida disuasoria, detención masiva de menores y construcción de un aparato burocrático destinado a acelerar expulsiones. En su regreso al poder, estas políticas no solo se han reinstaurado, sino que se han radicalizado. Las deportaciones exprés permiten expulsar a miles de personas sin audiencia judicial. En los primeros meses de su nueva administración, decenas de miles de migrantes fueron enviados de regreso sin posibilidad de defensa, bajo un esquema que privilegia la rapidez por sobre los derechos humanos.
Trump ha defendido públicamente la idea de que la crueldad es un recurso útil para “disuadir”. Bajo ese principio, la separación de familias se reinstauró con renovado vigor. Padres y madres son apartados de sus hijos, quienes son clasificados como “no acompañados” y enviados a centros de detención sin que se garantice la reunificación. Este sadismo institucional no es un error ni un exceso, sino parte de una estrategia política que busca enviar un mensaje: venir a Estados Unidos puede costar la familia, la infancia, incluso la vida. La magnitud del proyecto represivo es sostenida con cifras astronómicas. El presupuesto destinado a operaciones migratorias y a la expansión de ICE supera los ciento setenta mil millones de dólares. No se trata de un conjunto de medidas improvisadas, sino de una maquinaria industrializada de exclusión, con cárceles, campos de detención y despliegues militares. La frontera ya no es solo una línea geográfica: es un laboratorio donde se prueban nuevas formas de control social, luego exportadas a otros ámbitos.
La película dialoga directamente con este contexto. En ella, la represión no es episódica, sino permanente. La traición de Perfidia, que decide colaborar con las autoridades para salvarse, refleja cómo el poder estatal fragmenta resistencias, ofreciendo salidas individuales a cambio de desarticular proyectos colectivos. Es una metáfora de cómo, en la realidad, la represión migratoria busca sembrar desconfianza, debilitar la solidaridad comunitaria y sustituir el apoyo mutuo por la supervivencia individual. El salto temporal de dieciséis años que plantea el film enfatiza la continuidad de esta violencia. Bob, convertido en un exrevolucionario derrotado, vive con su hija en un mundo donde nada esencial ha cambiado. La violencia migratoria persiste, la militarización se intensifica, los centros de detención siguen operando. Lo que se hereda no es solo la memoria de la represión, sino también su normalización. Willa, la hija, simboliza a las nuevas generaciones que crecen en un entorno donde la hostilidad hacia los migrantes es parte del paisaje, y que deberán decidir si resignarse o resistir.
Lo fascinante de One Battle After Another es que evita convertir a los revolucionarios en héroes perfectos. Son torpes, desorganizados, a menudo ridículos. Sin embargo, su lucha persiste. Esa insistencia, esa capacidad de seguir peleando “una batalla tras otra”, es el corazón político de la película. Anderson parece sugerir que la resistencia no se mide en victorias definitivas, sino en la capacidad de persistir frente a un sistema diseñado para desgastar y destruir. En la actualidad, con Trump redoblando su proyecto de deportaciones masivas y buscando incluso eliminar la ciudadanía por nacimiento a hijos de inmigrantes, la película se lee como un comentario inmediato. El grotesco Lockjaw refleja las pulsiones racistas y autoritarias que marcan el presente político. Lo que en la pantalla se muestra como sátira, en la vida real adopta formas de discursos presidenciales, órdenes ejecutivas y operativos policiales. Lo grotesco ya no es solo caricatura: es la normalidad política de un país que ha convertido la migración en sinónimo de amenaza. One Battle After Another no ofrece soluciones fáciles. Tampoco presenta utopías revolucionarias. Lo que muestra es la persistencia de un sistema de violencia estructural y, al mismo tiempo, la necesidad de resistir aunque el horizonte parezca imposible. El cine de Anderson se convierte así en un acto político: al evitar situarse en un tiempo preciso, logra hablar de todos los tiempos, incluido el nuestro. Y al hacerlo, nos recuerda que la hostilidad hacia los migrantes no es un episodio pasajero, sino una herida abierta que atraviesa generaciones. La película plantea una pregunta incómoda: si la violencia migratoria es estructural y perpetua, ¿qué papel nos corresponde? Anderson no responde, pero sugiere que la única opción es no dejar de luchar. Aunque la resistencia sea torpe, aunque las victorias sean parciales, aunque la represión parezca infinita, lo único intolerable es la pasividad.
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